20 de enero de 2010

Primero periodistas, luego maestros de la literatura
El tránsito de trabajar en una redacción periodística a la consagración como novelista demanda un talento especial. Muchos de los grandes de la literatura forjaron su estilo en un diario o en una revista.
Periodismo y literatura son artes diferentes que tienen en común la palabra como herramienta y de nutrirse mutuamente, pues resulta difícil llegar a ser un buen periodista si no se abreva en los grandes novelistas, como también grandes novelistas han formado -o desarrollado- su estilo narrativo en la sala de redacción de un diario. Haber leído -y aprehendido- los clásicos de la literatura universal no allana a un periodista el camino para descollar como novelista –lo que requiere, por cierto, talentos de otra naturaleza-, pero es innegable que contribuye a poder describir y escribir de manera interesante y atractiva hasta la noticia más pueril. No es entonces casual la influencia de pautas de escritura y modelos literarios para la construcción de la narrativa periodística, como no es de menor importancia que el fenómeno de periodistas que luego se consagraron como novelistas haya tenido mayor auge en el siglo pasado, cuando los diarios eran los referentes informativos por excelencia. La historia está plagada de periodistas que dejaron o alteraron su oficio por el de novelistas y de periodistas que utilizan la literatura para revivir y transformar en arte informativo la realidad cotidiana. Por eso, ejemplos de quienes supieron desarrollar con maestría periodismo y literatura abundan en nuestro país –y, por supuesto, también en el mundo-, por lo que en una selección –caprichosa e incompleta, como toda selección-
El puntapié inicial Se puede afirmar, sin riesgo a mayores equívocos, que el uruguayo Natalio Botana, fundador y director de Crítica, dio el puntapié inicial –al menos en la Argentina- al aglutinar en la redacción de su diario a jóvenes intelectuales de diversas tendencias políticas y literarias que no tardarían mucho en trascender como grandes novelistas, poetas o dramaturgos. Basta con recordar que en aquel mítico diario, que llegó a tener hasta siete ediciones por jornada, trabajaron, como críticos de la sección cultura o bien como redactores de policiales y de información general, Jorge Luis Borges, Ulises Petit de Murat, Roberto Arlt, los hermanos Raúl y Enrique González Tuñón, Carlos Muñoz del Solar (conocido por sus seudónimos Carlos De la Púa y El Malevo Muñoz), Roberto Payró, Horacio Rega Molina y Eduardo Mallea, mientras Alfonsina Storni, Norah Lange, Leopoldo Marechal, Juan Carlos Onetti, Enrique Mallea y Carlos Mastronardi eran colaboradores habituales. El vespertino Noticias Gráficas siguió, en menor medida, el modelo instaurado por Botana al congregar a intelectuales de la talla de Carlos Olivari, Sixto Pondal Ríos, Bernardo Verbitsky, Santiago Ganduglia y Octavio Palazzolo, mientras –más cercano en el tiempo- Jacobo Timmerman supo reunir en las páginas de La Opinión las firmas de Tomás Eloy Martínez, Osvaldo Soriano, Juan Gelman y Kive Staif, entre otros. Escritos “rabiosos” Roberto Arlt (1900-1942) es, posiblemente, el ejemplo más emblemático en estas tierras de un periodista que desarrolló desde las páginas de un diario una impronta narrativa que trasladaría luego a sus novelas, novelas que marcaron un antes y un después en la literatura contemporánea argentina, aunque ese reconocimiento llegó mucho tiempo después de su muerte. Incluso, los malandrines, proxenetas y rufianes de todo calibre que tenía como fuentes de información para su labor periodística inspiraron muchos de los personajes de sus obras, como los que describe con singular fuerza y crudeza en “El juguete rabioso” (1927) y “Los siete locos” (1929). En una entrevista que concedió, poco antes de su fallecimiento, dijo que tanto como periodista como para escribir cuentos y novelas se había impuesto “la prepotencia del trabajo” y que “aporreaba” la máquina de escribir “con orgullosa soledad, con la violencia de un cross a la mandíbula, con sudor de tinta y manos fatigadas, hora tras hora, hasta que los eunucos bufen”.
Esa reflexión fue compartida, muchos años después, por el filósofo y escritor francés Jean-Paul Sartre (1905-1980) al decir que “la genialidad” en la escritura “no es un don, sino una sobre exigencia”. Conrado Nalé Roxlo, otro periodista que supo reírse –y hacer reír- de sus ascendientes vascos que emigraron a la Argentina con una serie de bellos cuentos que firmaba con el seudónimo Chamico, fue el mentor de Arlt como periodista cuando lo llevó a trabajar en la revista que dirigía, Don Goyo, y lo recomendó luego a Botana. Fue, precisamente, en la sección policiales de Crítica donde Arlt comenzó a desarrollar su particular estilo con historias del bajo fondo. El esplendor como periodista lo alcanzó en el diario El Mundo, el primer tabloide de Buenos Aires, con crónicas sobre temas aparentemente intrascendentes, que describía con todo el color y fuerza que identifican a sus novelas. A partir del 14 de abril de 1928, tuvo una columna diaria firmada -algo inusual en esa época- que, al cabo de unos pocos meses, pasó a denominarse “Aguafuertes porteñas”. Aprender todos los días El mendocino Antonio Di Benedetto (1922-1986) comenzó a los 16 años la carrera de periodista como cronista cinematográfico en el periódico La Semana, de su provincia natal, y llegó a ser subdirector periodístico del matutino Los Andes, cargo que ejerció desde 1967 hasta su secuestro y forzado exilio una década después. El vértigo de una sala de redacción y el arte de la narrativa, que cultivó con exquisita maestría en novelas y cuentos, lo llevaron a abandonar sus estudios de abogacía. En 1949 fue nombrado jefe de las secciones artes, letras y espectáculos de Los Andes, labor que complementaba con la corresponsalía en Mendoza del diario La Prensa, de Buenos Aires. Cuatro años después publicó “Mundo animal”, su primer libro de cuentos, que tuvo una acogida favorable entre los críticos literarios. En una entrevista concedida a la televisión española, Di Benedetto recordó el paso por una redacción periodística, pues –expresó- le había posibilitado “un aprendizaje día a día que no se logra en otra profesión”. También dijo emocionado que aprendió a escribir cuentos “gracias a mi madre, porque de niño ella era muy animadora de las noches y se dedicaba a contar cosas de mi sufrida y aventurera familia”. “Conectado con Arlt por su sensibilidad gozosa por la vileza, y con Borges por la silenciosa parquedad con que desliza lo fantástico en lo cotidiano, aparece a la reflexión como el puente entre ambos, como la tercera pluma, que da sentido de conjunto a una época clave de la literatura argentina”, destacaba un crítico literario la aparición de Zama (1956), una de las más importante y bellas novelas de Di Benedetto. Entre sus obras más célebres, galardonadas en la Argentina y en Europa, también figuran los libros de cuentos “El pentágono” (1954), “El juicio de Dios” (1975), “Absurdos”(1978) y “Cuentos del exilio” (1983) y las novelas “Los suicidas” (1969, que obtuvo el primer premio del concurso organizado por Editorial Sudamericana y la revista Primera Plana con un jurado integrado por García Márquez, Augusto Roa Bastos y Leopoldo Marechal), “El silenciero” (1964) y “Sombras, nada más” (1985). Pocas horas después del golpe militar del 24 de marzo de 1976, Di Benedetto fue secuestrado por el ejército y estuvo cautivo hasta el 4 de septiembre de 1977. “Nunca estaré seguro si fui encarcelado por algo que publiqué. Mi sufrimiento hubiese sido menor si alguna vez me hubieran dicho qué exactamente. Pero no lo supe. Esa incertidumbre es la más horrorosa de las torturas”, diría años más tarde durante su exilio, primero en los Estados Unidos y luego en España y Francia. El vuelo de un maestro Era un adolescente cuando comenzó en el matutino La Gaceta, de Tucumán, inicio que siempre recuerda como una verdadera escuela. Entre otros trabajos como periodista fue crítico de cine en La Nación; jefe de redacción del semanario Primera Plana; director de la revista Panorama; responsable del suplemento cultural de La Opinión; editor de la sección literaria del rotativo El Nacional, de Venezuela; director del suplemento cultural de Página 12 y fundador –en 1991- del diario Siglo 21, de Guadalajara, México. El tucumano Tomás Eloy Martínez (1934), de él se trata, dijo en entrevistas y seminarios que el periodismo le enseñó a ponerse “en el lugar del otro, a tratar de comprender al otro” y que esa profesión “nunca es un mero modo de ganarse la vida, sino un recurso providencial para ganar la vida”. (ver recuadro “El compromiso de la palabra”). El autor de Sagrado” (1969), “La pasión según Trelew” (1974) “La novela de Perón” (1985), “La mano del amo” (1991), “Santa Evita” (1995) y “El vuelo de la reina” (Premio Alfaguara 2002), entre otras de sus destacadas obras, suele aconsejar a todo novel periodista que lo consulta tener siempre presente, a la hora de escribir una noticia, que el rigor informativo no es incompatible con la creatividad narrativa. Al respecto, en el manual de estilo del desaparecido Diario de Caracas, de Venezuela, del que fue cofundador y coeditor con su compatriota Rodolfo Terragno, advierte: “Hay que evitar el dogma, pero no la disciplina. A menudo la flexibilidad -palabra que no goza de prestigio- es esgrimida para disimular la ineficacia o la negligencia. El rigor -vocablo de connotaciones ingratas- es acusado de herir la imaginación y ofender el talento. El periodismo, sin embargo, exige la sociedad de la imaginación, del talento y de ese rigor de mala fama, sin el cual la creatividad se desencuaderna y acaba por perderse”. Los “sufrimientos” de Gabo Aunque se sufra “como perros”, para el colombiano Gabriel García Márquez “no hay mejor oficio” que el periodismo, aunque lamentó que el ritmo vertiginoso que exige el tratamiento de las noticias no deja “tiempo para pensar mucho o perfeccionar” lo que se escribe. “Como periodista, uno sufre o disfruta por los encabezados y el manejo que hace de las noticias; gozamos cuando hallamos una joya, pero sufrimos como perros cuando vemos la forma en que se maltrata el idioma”, dijo durante un homenaje que se le tributó el año pasado en la Feria Internacional de Libros de Guadalajara, México.
El Premio Nobel de Literatura, de 82 años de edad, relató ante estudiantes de periodismo algunas anécdotas de su trabajo -hace medio siglo- como redactor del diario El Espectador, de Bogotá, donde dijo haber aprendido a desarrollar “siempre a los apurones” diferentes estilos narrativos, ya que –según los humores del editor- tenía que escribir críticas de cine y de libros como crónicas policiales. “En el periodismo uno debe saber que no hay tiempo para pensar mucho o perfeccionar el texto y que se va sufrir cuando (con el diario impreso) se relee lo escrito”, indicó García Márquez, para en el tramo final de su charla admitir que le “molesta mucho el maltrato” del idioma en los medios, por lo que “de tanto en tanto” suele ocuparse de retar por teléfono a editores y periodistas.
El aprendizaje de Hemingway El estadounidense Ernest Hemingway (1898-1961) es otro de los grandes de la literatura universal que forjó su estilo narrativo durante su paso por varios diarios de su país. En el libro “Un corresponsal llamado Hemingway” (Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1984) se destaca que siempre recordaba con gratitud las enseñanzas recibidas en el matutino Kansas City Star, donde empezó a trabajar como reportero cuando tenía 19 años. “Allí uno estaba obligado a aprender a escribir una oración afirmativa sencilla. Eso le es útil a cualquiera”, dijo en una entrevista al referirse a sus inicios en el periodismo. También que haber trabajado en ese diario le había brindado acceso a “las mejores normas sobre el arte de escribir que aprendí en mi vida. Las frases debían ser naturales y claras. No debían emplearse dos palabras donde bastaba una. El lenguaje debía ser descriptivo. Las expresiones en argot o slang debían ser frescas y no haberse convertido en lugares comunes”. El autor de “Adiós a las armas” (1929), “Por quién doblan las campanas” (1940) y “El viejo y el mar” (1952), entre otras de sus célebres novelas, atribuyó su vigoroso estilo literario a las constantes exigencias del entonces editor del Kansas City Star, Pete Wellington: “Los verbos deben priorizarse. Usen verbos porque hay que ofrecer acción, no adjetivos. Eliminen todos los adjetivos que carezcan de significado concreto, como espléndido, grandioso y magnifico”. Ese diario de Kansas “tenía normas de estilo de carácter obligatorio para todos los redactores. Las cuatro reglas principales: use oraciones cortas; use primeros párrafos cortos; use un inglés vigoroso y no pierda de vista la fluidez; sea positivo, no negativo”, recordaba Hemingway, quien nunca ocultó que el estilo que imprimió a sus novelas se desarrolló y perfeccionó a partir de esa preceptiva periodística. El llamado padre de “la escuela de los duros” surgió de las enseñanzas recibidas en una sala de redacción y de los recorridos que efectuaba, armado con una credencial de prensa, por el bajo mundo de aquella ciudad estadounidense. Relatos de la condición humana “El periodismo le dio vida a mi literatura”, solía repetir el británico Graham Greene (1904-1991) al recordar que, como periodista de The Times, de Londres, del cual llegó a ser subdirector, y del The Sunday Telegraph, le permitió conocer “lo mejor y lo peor, las bellezas y las miserias” de la condición humana. Prueba de esa afirmación son sus novelas “El tercer hombre” (1950) y “El americano impasible” (1955), llevadas posteriormente al cine, donde recreó personajes y paisajes que había conocido cuando fue enviado como periodista a recorrer la Europa post Segunda Guerra Mundial o a cubrir la guerra de Indochina. “Historia de una cobardía” (1929), “El tren de Estambul” (1932, conocida también como “El expreso de Oriente). “El revés de la trama” (1948), “Nuestro hombre en la Habana” (1958), “Un caso acabado” (1961), “El cónsul honorario” (1973) y “El facto humano” (1978) son otras de sus novelas. Se inició como crítico cinematográfico y literario en el semanario The Spectator y fue coeditor de Night and Day, revista que tuvo que cerrar a los pocos meses de circulación cuando perdió un juicio por difamación que le entabló el representante de la niña actriz estadounidense Shirley Temple. En la crítica del largometraje “Wee Willie Winkie” (en la Argentina se estrenó con el título “La mascota del regimiento”) Greene lamentaba que la llamada “rizitos de oro”, en ese entonces de 9 años de edad, exhibía una “cierta coquetería que pretendía atraer a las personas de mediana edad”. Aquel artículo es hoy considerado como la primera critica periodística a la “sexualización” de los niños en la industria del entretenimiento.
“El compromiso con la palabra” “No es por azar que en América latina todos, absolutamente todos los grandes escritores fueron alguna vez periodistas”. Y no fue por azar que esa frase haya sido pronunciada por un periodista que trascendió las fronteras de la palabra como escritor, al exponer en la asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa realizada a finales de octubre de 1997, en Guadalajara, México.
De esa disertación de Tomás Eloy Martínez, una clase magistral de periodismo, escogemos el siguiente fragmento: “No es por azar que en América Latina todos, absolutamente todos los grandes escritores fueron alguna vez periodistas; Borges, García Márquez, Fuentes, Onetti, Vargas Llosa, Asturias, Neruda, Paz, Cortázar, todos, aun aquellos cuyos nombres no cito. “Ese tránsito de una profesión a otra fue posible porque, para los escritores verdaderos, el periodismo nunca es un mero modo de ganarse la vida, sino un recurso providencial para ganar la vida. En cada una de sus crónicas, aun en aquellas que nacieron bajo el apremio de las horas de cierre, los maestros de la literatura latinoamericana comprometieron el propio ser tan a fondo como en sus libros decisivos. Sabían que si traicionaban la palabra hasta en la más anónima de las gacetillas de prensa, estaban traicionando lo mejor de sí mismos. Un hombre no puede dividirse entre el poeta que busca la expresión justa de nueve a doce de la noche y el reportero indolente que deja caer las palabras sobre las mesas de redacción como si fueran granos de maíz. “El compromiso con la palabra es a tiempo completo, a vida completa. Puede que un periodista convencional no lo piense así. Pero un periodista de raza no tiene otra salida que pensar así. El periodismo no es una camisa que uno se pone encima a la hora de ir al trabajo. Es algo que duerme con nosotros, que respira y ama con nuestras mismas vísceras y nuestros mismos sentimientos”.
Periodistas historiadores.
Muchos periodistas no trascendieron como novelistas, en el sentido estricto del término, pero como narradores de la historia de todos los días hicieron escuela al ampliar en un libro investigaciones que habían publicado en un diario o revista. Rodolfo Walsh (1927-1977), corrector y traductor en la editorial Hachette y luego colaborador de las revistas Leoplán y Vea y Lea, es el caso más emblemático del periodismo de investigación con “Operación Masacre” (1957) y “Quién mató a Rosendo” (1969). Esos libros, material de estudio en las principales facultades de Ciencias de la Comunicación de la Argentina y de América latina, llevaron a García Márquez a expresar que el argentino había logrado conjugar la denuncia periodística con un estilo narrativo “tan atrapante como la mejor novela”. El colombiano Premio Nobel de Literatura recurrió a ese género cuando, ya consagrado como novelista, recopiló en el libro “Relato de un náufrago” (1970) la serie de crónicas que había publicado en 1955 en el diario El Espectador, de Bogotá, y que en aquel entonces hicieron tambalear al gobierno de su país. El estadounidense Truman Capote (1924-1984), quien a los 17 años ya era uno de los redactores más destacados de la revista The New Yorker, es otro hito de la denominada “non-fiction-novel” (novela de no ficción) con su libro “A sangre fría” (1966), una investigación periodística de cinco años sobre el asesinato de una familia de granjeros. El estilo de novelar biografías de figuras políticas o investigaciones periodísticas sobre presuntos casos de corrupción gubernamental tuvo su auge en la Argentina durante los ’90 con libros que agotaron varias ediciones, como “Robo para la corona”, de Horacio Verbistsky; “El jefe”, de la hoy legisladora porteña Gabriela Cerruti; “Narcogate”, de Roman Lejtman; “Todo tiene precio”, de Daniel Capalbo y Gabriel Pandolfo; “Menem, la vida privada”, de Olga Wornat, “El Congreso en la trampa”, de Armando Vidal; y “Relaciones carnales. La historia del misil Cóndor”, de Eduardo Barcelona y Julio Villalonga. La lista de libros escritos por periodistas con la ampliación de notas publicadas en diarios y revistas ocuparía varias páginas, aunque como ejemplo de los editados en los últimos tiempos no se pueden dejar de mencionar “López Rega. El peronismo y la Triple A”, de Marcelo Larraquy; “Venta de armas, hombres de Menem”, de Daniel Santoro; “La muerte de Favaloro”, de Pablo Calvo; “Operación Traviata”, de Ceferino Reato; y “El dueño”, de Luis Majul.
Fuente:Revista de ADEPA

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